Introducción

Los primeros arrabales puertorriqueños surgieron en la década de 1920 cuando miles de trabajadores agrícolas se desplazaron a las ciudades. El más notorio de estos asentamientos urbanos irregulares fue El Fanguito, localizado al norte del Caño Martín Peña en Santurce. Como muchos arrabales, El Fanguito se construyó en manglares rellenados por sus residentes. Sus casuchas consistían en estructuras de cartón, barriles, latas y otros materiales frágiles como yagua y cinc. Muchas se erigían sobre pilotes de madera para propiciar la ventilación y protegerse de mareas y aguas negras.

Los arrabales de San Juan generalmente fueron producto de los esfuerzos cooperativos de parientes, amigos y vecinos. Originalmente, pocas estructuras tenían acceso a servicios públicos como alcantarillado, alumbrado y recogido de basura. Por su higiene inadecuada y hacinamiento, los arrabales eran caldo de cultivo para la tuberculosis, la malaria y otras enfermedades contagiosas. Sus habitantes estaban marcados por la pobreza, el desempleo y la falta de educación.

Para atenuar el creciente déficit de vivienda, el gobierno de Puerto Rico subsidió la construcción de residenciales públicos, conocidos popularmente como caseríos. El primero de éstos fue El Falansterio, inaugurado en 1937 en Puerta de Tierra. No obstante, el grueso del vertiginoso crecimiento de San Juan y otras áreas metropolitanas de la Isla entre las décadas de 1930 y 1950 ocurrió en los barrios marginales, especialmente en Santurce y Río Piedras. La respuesta estatal se concentró en demoler los arrabales y ampliar los caseríos, mediante la Corporación de Renovación Urbana y Vivienda (CRUV), fundada en 1957. La edificación de enormes residenciales públicos como Luis Lloréns Torres, Manuel A. Pérez y Nemesio R. Canales intensificó la segregación del espacio urbano. Para 1993, unas 225,000 personas vivían en caseríos.

La política de renovación urbana tuvo múltiples efectos inesperados. Aunque los caseríos mejoraron las condiciones materiales de los pobres urbanos, socavaron sus valores y prácticas tradicionales. La reubicación de los arrabaleros debilitó sus redes familiares y patrones de asentamiento contiguo. Además, creó nuevas dificultades como la falta de control social comunitario y la prohibición de establecer pequeños negocios en los residenciales. La destrucción masiva de hogares, tiendas y otras estructuras físicas alteró el estilo de vida de los relocalizados. Las condiciones de vivienda de los caseríos tendieron a deteriorarse con el tiempo y a generar problemas sociales como la delincuencia juvenil y la adicción a drogas.

 

Del arrabal al caserío. El Nuevo Día. 9 de septiembre de 2009.

 

Estas líneas resumen brevemente la historia de los residenciales públicos del país. El “caserío,” como comúnmente se le llama, es noticia todos los días en nuestro país. La violencia, la lucha por el control de los puntos de droga y las armas, entre otros problemas, son “la gran noticia de la hora” y ocupan la primera plana de los periódicos del país. Pero, ¿ es que siempre ha sido así? ¿Son todos los residentes iguales? ¿De dónde llegaron las primeras familias? ¿Cuánto pagaban? ¿Cómo se distribuían? ¿Cómo ha cambiado a vida de los residentes de los residenciales públicos del país? ¿Están mejor después de la privatización? ¿Se mudaría?

Esas fueron algunas de las preguntas que mis estudiantes le hicieron a sus entrevistados. Fueron muchas y diferentes las vivencias de los entrevistados, sin embargo en todas las entrevistas se repite el mismo malestar entre los residentes, de como la sociedad los señala y los margina. A nombre de mis estudiantes y en el mío les invitamos a leer estas entrevistas y a sacar sus propias conclusiones.

A los/as entrevistados/as gracias por sus memorias. Igualmente, mi agradecimiento a Mercedes Rivera por todo su trabajo gráfico.

Sandra A. Enríquez Seiders

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